lunes, 12 de marzo de 2018

HACIENDO EQUILIBRIO SOBRE LA LÍNEA DEL RECUERDO





Ella lo dijo sin un temblor. Lo dijo con la tranquilidad de cualquier persona que dice su nombre. Tomábamos un café en el corredor de la Casa de la Cultura, bueno, ellos tomaban café, yo tomaba un té de limón. “Olvido”, dijo, cuando Olivia nos presentó. Yo dije Alejandro. Y con eso sellamos, por así decirlo, la presentación: Ella es Olvido y yo soy Alejandro. Lo dijo con la misma cotidianidad con que yo digo Alejandro, con la tranquilidad que lo digo desde que aprendí a hablar y aprendí que mi nombre era ese. Supe que cuando ella escuchó mi nombre siguió sin alterarse, siguió moviendo la cuchara adentro de la taza para endulzar el café. Pero yo no seguí igual. Fue como cuando estás tranquilo y alguien llega y te tapa los ojos y te dice: ¿Quién soy?, y uno comienza a tocar las manos del otro para ver si por ahí, a través de las huellas digitales o quién sabe, logra descubrir quién es y se atreve a dar nombres en medio de la niebla, como cuando trataban, en el juego de la catafixia de Chabelo, descubrir en dónde estaba el premio. Quedé casi mudo, eché para el centro de la mesa la taza de té y coloqué mis brazos sobre la mesa, como para sostenerme de algo por si la silla se deshacía como se estaba deshaciendo el azúcar en la taza de Olvido. ¿Olvido? Jamás había escuchado que una mujer, en Comitán (bella, además, con el cabello corto y las cejas bien delineadas y una bufanda a cuadros enmarcando su rostro, bello), se llamara Olvido. Debe haber muchas mujeres que así se llaman, como hay mujeres que se llaman Esperanza o Destino (una vez, en Xalapa, en la universidad conocí a una muchacha bonita que se llamaba Destino y quien era objeto del comentario bobo y predecible: ¡Estás hecha para mí!)
Olvido fue la primera Olvido que conocí. Mientras los demás (Olivia, Mario y Olvido) platicaban acerca de la proximidad de las elecciones y de la conveniencia de elegir el cambio, yo pensé en el nombre de la chica (joven, universitaria, con lentes), quien había dejado sobre la mesa del café “4 3 2 1”, de Paul Auster. Pensé que podía platicar un poco del libro, pero pensé que no era conveniente, porque el destino (el de siempre, no la chica de Xalapa) me había colocado frente a ella; es decir, si se hubiera sentado a mi lado (el izquierdo o el derecho), esta cercanía hubiese permitido que me acercara a ella y comentara algo acerca de la más reciente obra de Auster, quien fue galardonado en la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara, el año pasado. Decirle que la novela de Auster es el edificio de un gran narrador, pero que no me satisfizo su propuesta, ya que, en términos reales son cuatro historias diferentes de un mismo personaje y estas historias están intercaladas; es decir, son cuatro caminos interrumpidos a cada tramo. No le hallé la magia a su propuesta, por lo que decidí leerla como lo que es: cuatro historias diferentes. Me subí al primer tren y no me bajé en ninguna estación para subirme al otro tren. Busqué la continuación lógica de la historia hasta tener las cuatro historias presentadas. Quise decirle que el olvido me es muy cercano, por eso busco las rutas sencillas y fáciles. En mi vida procuro caminar por lugares que sean fáciles de identificar, porque el olvido ha sido uno de mis más fieles aliados, y casi estuve a punto de decirle que el destino, el nombre de aquella chica xalapeña, la había mandado aquella tarde, para decirme que el olvido siempre ha estado cerca de mí, pero nada de esto dije, porque ella estaba del otro lado de la mesa, estaba muy lejos. Y fue cuando pensé que, tal vez, no hay en el mundo una chica que se llame Lejos, nombre que no está muy lejos del Olvido.
Podía preguntarle qué tipo de bromas le hacían los tontos. Preguntarle si algún tonto la bromeaba con: “¿Cómo dijiste que te llamabas? ¿Olvido? Ah, perdón, es que lo olvidé”. Para ella, ¿qué significaba el olvido? Pero pensé que sería muy bobo preguntar eso. ¿Acaso ella preguntaba algo acerca de mi nombre? Pensé que debe ser difícil para una muchacha bonita llamarse Olvido, porque como no es un nombre común (al menos en estas tierras, porque un día yo leí un poema de una poeta española que se llama así) se presta a juegos bobos que, sin duda, deben fastidiar a quien así se llama.
La vi y ella me vio, sonrió. Me puse colorado. Olivia se inclinó hacia mí y preguntó si me ocurría algo, dijo que me veía como si yo estuviera incómodo. No, dije. Luego agregué que se me había hecho tarde, que debía pasar al Diario de Comitán a dejar mi colaboración para la publicación del sábado (¡Mentira! Siempre le envío mi colaboración a Caralampio por correo electrónico). Me levanté. Mario, quien casi me había ignorado todo el tiempo, tomó el libro de Olvido y comenzó a hojearlo, mientras yo daba la vuelta a la mesa y me despedía, de beso, de Olvido. Ella (sí, muy linda) me preguntó por qué me iba tan pronto y yo, pendejo, mil veces, dije que porque había olvidado… y no seguí, porque advertí que había dicho algo tonto. Me puse colorado. Al darme vuelta, mi pie se enredó en la pata de una silla y estuve a punto de tropezar y caer sobre la mesa. Mario rio. Olivia me acompañó hasta el borde del corredor. Volvió a preguntarme si me sentía bien. Dije que sí.
El olvido es una enfermedad horrible. Mi madrina Clarita, antes de morir, comenzó a olvidar las cosas. A veces llegaba su hermana a visitarla y preguntaba quién era, qué quería.
Yo he sido un hombre olvidadizo. Mi memoria es muy endeble. ¡Ah!, memorias sublimes la de Carlos Monsiváis y la de doña Lolita Albores, quien fue la cronista de mi pueblo.
Tal vez ahora, a punto de cumplir sesenta y un años de edad, mi memoria comienza a tener renuevos, porque, estoy seguro, jamás olvidaré a Olvido.