viernes, 2 de marzo de 2018

OBSTÁCULOS A MEDIA CALLE




Es una calle normal en Comitán. Un vecino rompió la calle porque conectó alguna tubería a la red central. Luego, como vecino responsable, contrató a un albañil para que tapara el hueco con cemento. El albañil (así es en este país) colocó una piedras y una tabla para evitar que los autos cruzaran sobre el cemento fresco (al día siguiente los quitaría para que el tránsito fluyera de manera regular). Para avisar a los automovilistas que ahí había un obstáculo colocó un trapo blanco, a manera de bandera (así son los señalamientos en este país).
El día que con Pau pasamos por ahí, en auto, recién habíamos visto en televisión un documental con la historia de los Juegos Olímpicos. Tal vez por ello, Pau, casi gritó y dijo: “Mirá, tío, mirá, carrera con obstáculos, para perritos”.
En cuanto lo dijo recordé la vez que Juan hizo una carrera de obstáculos para las primas Mendoza, quienes estaban empecinadas en bajar dos o tres kilos que tenían de más. Juan les sugirió hacer algunas dinámicas deportivas, incluyendo una carrera con obstáculos. Las hermanas Mendoza (Josefa y Juliana) aceptaron. Juan me dijo que lo ayudara a colocar los obstáculos en una pista improvisada en el sitio de la casa del tío Agenor, sitio que era amplísimo. Juan, con piedras pintadas de rojo acondicionó una pista por donde debían correr las Mendoza y colocó tres obstáculos tratando de imitar a los que había visto en las competencias olímpicas: el primer obstáculo lo hicimos con dos burros de madera, de esos que se emplean para sostener los tableros en las mesas de días de cumpleaños; para el segundo obstáculo cavamos un rectángulo de dos metros de largo por uno de ancho y diez centímetros de profundidad y lo llenamos de agua; y el tercer obstáculo fue algo semejante a lo que Pau y yo vimos en la calle: Colocamos una fila de piedras y encima un tronco.
A las seis de la mañana de un día sábado se presentaron las Mendoza en el sitio de la casa del tío Agenor. Juan, en su papel de organizador de la micro olimpiada, tenía colgado del cuello un silbato con el que daría el inicio de la competencia. La prueba estaba determinada a tres vueltas. Quien ganara se llevaría un premio. Juan pensó inicialmente en un diploma y un vaso de atol de granillo bien caliente, pero yo le hice la observación de que no era un premio congruente, así que lo cambió por un jugo de naranja y un diploma.
Las dos hermanas hicieron ejercicios de calentamiento y juraron hacer su mejor esfuerzo. Me dio gusto que las Mendoza tomaran con responsabilidad el reto, eso prometía que la competencia sería reñida.
Para superar el primer obstáculo, Juan pensó que debía colocar unos banquitos para que las hermanas, desde ahí, subieran a la mesa, se arrastraran (no hay otra palabra) y bajaran por el otro banquito, así que, como no hallamos banquitos a la mano tomamos cuatro sillas que se colocaron al frente y en la parte posterior de la mesa. Juan comprobó que las dos hermanas estuvieran detrás de la raya de inicio y, como si fuera juez de hipódromo, levantó la mano, gritó ¡arrancan! y dio el silbatazo de inicio. Las dos hermanas comenzaron a correr, llegaron al primer obstáculo, subieron sobre la silla, se arrastraron sobre la mesa, bajaron y siguieron corriendo hasta topar con el segundo obstáculo. Ambas decidieron no brincar (porque ello implicaba abrir las piernas de más), así que, como si fuesen niñas, saltaron sobre el charco; al llegar al tercer obstáculo lo superaron sin dificultad alguna. Terminaron la vuelta completa, con una ligera ventaja de Josefa sobre Juliana; comenzaron con la segunda, que, como es lógico, les llevó más tiempo e implicó mayor esfuerzo. La ventaja de Josefa se amplió. Al comenzar con la tercera vuelta, Josefa subió a la silla, luego a la mesa y se arrastró, en el arrastre, una de sus calcetas se trabó con alguna astilla e hizo que se fuera de bruces y quedara con la cabeza de fuera como garrobo sobre una rama, forcejeó para destrabar su calceta lo que provocó un ligero deslizamiento de la tabla. En el momento que Juliana subió a la mesa, su corpulencia de más de cien kilos hizo que los burros se abrieran y ambas hermanas cayeron. Juliana, con dificultad, se paró y continuó. Josefa comenzó a dar de gritos, diciendo que la competencia no debía continuar, hasta que ella lograra zafarse. Le pregunté a Juan qué procedía y él dijo que no debíamos meternos. Juliana, con mucho esfuerzo, se inclinó hasta quitarse la zapatilla de deporte y la calceta. Se paró y continúo la carrera. Como en la pista había muchas piedras y piedrines a cada paso gritaba: ¡Ay, ay, ay!
Juliana llegó a la meta, alzó los brazos y cuando vio a su hermana saltando en el pie calzado, trató de evitar la risa, pero no se contuvo.
Juan sacó el vaso de jugo y el diploma y esperó que llegara Josefa para hacer formal entrega a la campeona.
Vi que el pie de Josefa estaba lastimado, le entregué su zapatilla y su calceta deshecha. Josefa lo tomó, casi con la misma actitud de protocolo con que su hermana aceptó el premio de primer lugar y dijo: “Un segundo lugar no estuvo mal. Mañana obtengo el primero” y le pidió a Juan que mandara a lijar el tablero de madera.
Después de quince días, las Mendoza habían rebajado dos kilos y seguían con las carreras matutinas en la pista improvisada, salvando más obstáculos: con cuerdas, arena, lodo y matas de ortiga.
Pensé en el juego que Pau había vislumbrado. A final de cuentas, los niños encuentran magia donde los adultos sólo ven dificultades.
Al día siguiente pasamos por el mismo lugar y las piedras y la madera ya habían sido retirados. Pau dijo que le hubiera gustado ver qué perrito había ganado la competencia. Pensé que a mí, también, me hubiese gustado ver la premiación del segundo lugar.