domingo, 13 de mayo de 2018

DESDE LA BANQUETA




Me gusta la mujer de domingo. Sobre todo, la que ve la calle desde una ventana del segundo piso. Me gusta porque es tan liviana, como el vuelo de las palomas. No me importa qué edad tiene. La edad no tiene la menor importancia cuando de mujeres se trata. Puede ser mujer casada que riega las plantas del balcón o soltera recién salida del baño.
Me encanta verla desde abajo, desde la altura que no puede alcanzar ni sus sueños ni sus derrotas. Me gusta verla, porque tiene mucho del carácter de los faroles. Muchas personas entienden la importancia del faro sólo cuando la noche llega; no advierten que el farol está siempre iluminando el espacio. Lo mismo sucede con la mujer que, en domingo, se muestra lejos de su oficio diario. ¡Es tan dueña de ese espacio!
Me encanta ver cómo ella mira lo que sucede a sus pies, como si todo acto fuera un homenaje permanente a su luz y a su paciencia.
La observo en su rutina de mirar hacia abajo. Esta frase define la grandeza de su espíritu. A veces está más alta que las frondas de los árboles que crecen en las banquetas, a veces está al mismo nivel y, en otras ocasiones, está a un nivel inferior. Sin importar la comparación, ella siempre es como esa rama que alimenta los nidos con luz.
Ella lo ve todo desde su altura. Siempre ha sido así. Eso fortalece su intuición primaria. Ve a la otra mujer que camina con el bolso enredado al brazo, a la que se sube a la motoneta que tiene marca italiana, a la que barre la banqueta, a la que se cita con el novio por el celular. Ella ve el perro que husmea en las bolsas de basura que dejaron en la esquina; ve el pájaro que se para en el dintel y pía; ve al hombre que mira para todos lados, se saca el miembro y orina y cuando, satisfecho por la expulsión del pis, mira hacia arriba y se sabe descubierto, ya no puede evitar el chorro y sólo alcanza a darse tantito la vuelta para no ser ofensivo.
Me gusta la mujer de domingo. La que escucha la radio, mientras limpia, con un trapo, los cristales del balcón. Me gusta la mujer que se acoda en el balcón y deja que el chal de la tarde cubra su nostalgia. A veces pienso en qué piensa ella, mientras, sentada en su mecedora, teje una chambrita para su sobrina recién nacida.
La veo desde la banqueta, desde un lugar donde disimulo mi presencia. Porque sé que si ella advierte que yo la veo durante mucho tiempo, ella hablará por teléfono a la policía para alertar acerca de la presencia de un desconocido que quién sabe qué intenciones tiene. Casi puedo escucharla decir: “Lleva más de media hora frente a mi casa. Debe ser un delincuente. Vengan pronto, por favor. Pronto.”
Cuando veo que la mujer se alarma, camino y abandono la calle. Voy en busca de otro balcón, de otra mujer.
Me encanta ver a la mujer del domingo que abandona tantito el balcón para preparar la botana del juego de fútbol por televisión; a la que corre para darle la mamila al bebé que berrea; a la que hojea una revista de espectáculos o limpia un cuadro colgado en la pared o saca la novela pendiente del librero. Me encanta ver a la mujer que se peina frente al espejo, a la que se depila las cejas, a la que llora frente a la fotografía de su madre muerta, a la que relee una y otra vez las cartas que le ha enviado el hijo que vive en Estados Unidos.
Me encanta saberla como hoja permanente del árbol de luz. Me encanta saberla postigo abierto de ventana. No me importa la edad que tenga. La edad es una mera referencia advenediza en el reloj infinito del universo. Me basta con saberla como canario en jaula de domingo. Sabiendo que al otro día, lunes intenso, dejará ese sofá en nubes envuelto, para bajar con rapidez a la calle y convertirse en una mujer más, en una que lleva el bolso del trabajo bajo el brazo o la mochila con la computadora para llegar pronto a la biblioteca universitaria.
Me gusta la mujer del domingo, la que, como azalea, se asolea en el balcón.