martes, 1 de mayo de 2018

OLVIDO




Te escuché decirlo. Lo dijiste convencido. Dijiste que te encantaría volver a ser niño. ¿De veras? ¿No será que ya olvidaste lo que fue haber sido niño?
Estábamos en un festejo por el Día del Niño. Todo era como un festejo para la vida. Las maestras habían colgado una piñata con el cuerpo de Bob Esponja en el patio del kínder y todos los niños, sentados en unas pequeñas sillas plegables, de color azul, esperaban, impacientes, la llegada del payaso prometido. Ahí fue donde, con una voz de silla mecedora, dijiste que te gustaría volver a ser niño. ¿De veras?
Cuando te pregunté si lo decías convencido, dijiste que sí, que tu infancia había sido muy feliz, que, sin duda, había sido la mejor etapa de tu vida. ¿Más que ésta?, pregunté (vos has de tener dos o tres años menos que yo; es decir debés tener cincuenta y ocho o cincuenta y nueve). Sí, fue tu respuesta rotunda, respuesta que sonó como un llamado a misa del templo de Santo Domingo.
Ya no insistí, porque tenías la cara llena de colibríes y éstos aleteaban como si fueran los responsables de hacer el aire que conforta a todo el mundo.
Pero, en mis adentros, mientras los niños se aburrían con el payaso y ya querían que fuera el momento de pegarle a la piñata para recoger los dulces que, sin duda, tenía Bob Esponja adentro de su panza, pensé que tal vez lo decías porque la memoria del hombre es endeble, como espiga de trigo. Y digo esto, porque la niñez tiene su encanto, pero tal luz es escasa en comparación con las grietas llenas de lodo que contiene.
Y digo esto, porque estoy seguro que tu mamá, en más de una ocasión, te amenazó con “Ahora que venga tu papá se lo voy a decir”. La amenaza era porque habías hecho alguna travesura mínima, pero tu mamá pensaba que debía darte una lección para toda tu vida y el camino era muy sencillo: Ella tomaba el atajo más simple: Decirle a papá que habías hecho tal cosa para que él (y no ella) te diera un correctivo, que podía ser desde un interminable discurso acerca de los valores hasta el clásico movimiento donde tu papá, furibundo, con ambas manos, destrababa el cinturón y lo tomaba como cinta métrica para medir tu espalda y nalgas y, de paso, dejarte dos caminos bien marcados sobre su piel niña de alcanfor.
“Vas a ver ahora que venga tu papá”. El temor aparecía. Vos comenzabás a temblar por la incertidumbre del castigo, porque tal sentencia pronosticaba un castigo, que era como una imagen de un iceberg, porque cuando tu papá escuchaba lo que habías hecho, sólo advertías su rostro que era como la punta de ese enorme bloque de hielo. Sabías, bien que sabías, que lo más dramático estaba oculto en su corazón. A veces era un simple regaño, pero a veces constatabas que la cueriza era del tamaño oculto de esa gigantesca roca helada. No lo recordás, pero el miedo te fue incubado en la niñez. Habías nacido limpio, caminabas seguro, saboreando una paleta de dulce y, en un instante, el temor te hizo titubear y desde entonces nunca te ha abandonado.
Eras niño en la escuela cuando uno de los “grandes”, abusivos, te esperaba en la entrada de la escuela y te exigía la moneda que tu mamá te había dado para que compraras tu refresco y galletas a la hora del recreo. Eso era todas las mañanas. Te aterraba llegar temprano y hallar en esa aduana brutal al brutal compañero abusivo. A veces (no lo negués) llegaste a pensar que dejarías de ir a la escuela con tal de no exponerte a esa mirada de niño loco que te aterraba, pero la sola mención de posibilidad despertaba el demonio de la ira paterna.
Eras niño cuando la tía que de vez en vez llegaba a la casa te agarraba de los cachetes y, como un gesto afectuoso (¡tonta!), te los jalaba a la vez que decía: “¡Qué guapo te estás poniendo!”. En el instante que eso ocurría te brotaba la gana de patearle la espinilla o, cuando menos, escupirle a la cara y decirle ¡pendeja!, pero no podías hacerlo porque tus papás, en lugar de acudir en tu defensa, sonreían y decían que sí, que te estabas poniendo muy guapo y que eras muy educado.
¿Te gustaría volver a ser niño? ¿Te gustaría ser un indefenso, expuesto a todas las brutalidades y protocolos de los mayores? ¿Te gustaría ser amenazado constantemente con la estúpida frase: “Si no te portás bien el señor te llevará a su casa”?, y el señor de la frase era un tipo maloliente, pordiosero, que en ese momento caminaba por ahí, sin saber que tu mamá lo usaba como imagen de temor que opacaba el espejo de tus escasos e inocentes años.
¿Te gustaría seguir despertando a las doce de la noche y sentir un cuchillo de hielo escurriendo sobre tu espalda al oír ruidos debajo de tu cama?
¿De verdad te gustaría volver a ser niño y despertar mojado en tu cama? ¿Te gustaría esperar a tu papá para que te llevara al circo y saber al otro día, después de dormirte agotado de tanto llorar, que la promesa fue incumplida porque tu papá se había ido de borracho con sus amigos?
¿Y el día que se olvidaron de pasar por vos a la escuela? Esa tarde, tu maestra te dio un dulce para que dejaras de llorar, te dio algo para tu boca y tu estómago, en lugar de darte un remedio para tu corazón y para tu espíritu. Cuando tu mamá llegó, apurada, una hora y media después de la salida, te pidió que la perdonaras, que había tenido un problema en casa, pero en su cara veías que ella se había olvidado de vos. No había sido la única madre del mundo a quien le ocurriera tal suceso, es frecuente y esto no significa que las mamás no quieran a sus hijos más que a nadie y a nada en el mundo, ¡no! Simplemente sucede que, a veces, la rutina olvida abrir las ventanas de casa.
¿De verdad te gustaría volver a ser niño? ¿No será que olvidaste las grietas y las nieblas que acompañaron los cortos instantes de luz que iluminaron tu infancia?
Cuando el festejo del kínder terminó y abrazaste a tu nieto Elías, volviste a recordar tu certeza y dijiste que los niños no tienen los problemas que tenemos los viejos, que la infancia es una edad dorada y yo dije que sí, que tenías razón, que los niños no tienen los problemas que tenemos los viejos. Ya no te dije que yo sí recuerdo que los problemas de los niños son otros, pero son tan llenos de lodo y tan oscuros que doy gracias a Dios por haber sobrevivido a esa etapa llena de temores y de desasosiegos.